Jaime Ordóñez
Creí que conocía todos los libros o relatos de Sergio Ramírez, el gran narrador nicaragüense, pero no. Había uno que no tenía registrado. El otro día, una larga espera en el aeropuerto de Managua (las horas perdidas en los aeropuertos es de lo más árido y aburrido que existe en el planeta) me hizo dirigirme a un kiosco de revistas y libros para hacer tiempo. Me encontré en los anaqueles con un pequeño libro de Sergio que no conocía, "Juan de Juanes", un conjunto de ensayos, evocaciones e imaginerías dedicado (o pretextado) para Juan Cruz Ruiz, ese buen editor y escritor español, exdirector editorial de Alfaguara, a quien uno conoce por sus columnas y artículos en el El País de España.
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Lo compré de inmediato. La edición es más que simpática, prolijamente preparada por una editorial llamada "La Pereza", domiciliada en los EEUU, sin duda el divertimento de algún editor de lengua hispana radicado allá, cuidadoso, de esos que entienden los libros como un objeto de arte en sí mismo. El papel editorial de color crudo, como tiene que ser; opaco, que no dañe la pupila y destaque el negro parco de la tinta; la fotografías inteligentemente intercaladas en las prosa de las páginas; el "encuadernamiento" perfecto, con los títulos y los párrafos y las islas en blanco, para que respire el texto. Un libro bien hecho es un hallazgo tan placentero y tan importante para la existencia como encontrarse con una buena cerveza checa o de noreste de la antigua Prusia.
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Me lo leí de un tirón, desde las 2 de la tarde en el Aeropuerto de Managua hasta las 9 de la noche, cuando llegué a mi hotel de San Salvador. El subtítulo de "Juan de Juanes" es "óleo en retablo" y el libro es más o menos eso, un largo y variado fresco de la función del escritor, su hábitat y ese universo paralelo que es la literatura misma. El fresco incluye anécdotas, digresiones e historias noveladas por la pátina del tiempo (un poco a lo Nabokov en aquel bello texto "Speak memory, speak") de esa magnífica fauna de los literatos de la segunda mitad del siglo XX y sus entornos.
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La prosa hipnótica y ladina de éste Sergio Ramírez de su madurez literaria (toda gran prosa se vuelve, al fin y al cabo, tramposa, ladina y marrullera; y en eso consiste su maestría, lo cual sabía de memoria ese bardo ciego y viejo que se llamó Homero) arrastra al lector por muchos vericuetos, desde su encuentro con Juan Cruz en Madrid, hasta los viajes a Solentiname con Julio Cortázar, Oscar Castillo, el poeta Cardenal, y después a la finca del poeta José Coronel Urtecho y doña María Kautz. Desde el encuentro de Claribel Alegría y su marido Bud con el gran Robert Graves en la isla de Mallorca hasta, décadas después, la cocción de "Margarita está linda la mar" en complicidad con Carlos Fuentes. Desde la infancia cinéfila del niño Sergio Ramírez en su León Natal, a sus doce años, como monaguillo del celuloide en el cine de su tío, hasta el desparpajo de algunas "viñetas" con el gran Tito Monterroso.
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Sergio tiene la habilidad de volver literatura casi cualquier nombre que evoca, cualquier figura que toca, todos se trasmutan en personajes literarios, en una especie de "toque Midas", incluido él mismo y su esposa, Tulita, quienes ya se han transformado en personajes literarios de la cosmogonía de esta América Latina de las últimas décadas. La frontera entre realidad e irrealidad juega humoradas, trampas borgianas, que Sergio deja por allí como minas de estallido lento, como la mesa de tragos con Tito Monterroso en la cual descubrieron que Agustín Lara era guatemalteco y no mexicano, o bien la receta del gran Salarrué para hacer literatura: "unos personajes, un argumento que los ponga en conflicto y después lo solucione; un lenguaje que nazca de ellos, y, despues mentir, mentir, mentir". Por eso la literatura se parece a una buena cerveza, incluida la espuma, y las boquitas que la aderezan.